Condensación

Detrás de su fachada absurda–y con el chiste ocasional que le permite la libertad del antropomorfismo–, BoJack Horseman (Netflix, 2014) alcanza honduras inesperadas. Por un lado, en la frontalidad con la que representa temas ríspidos: trauma, adicciones, ansiedad (por mencionar algunos); por otro, en la maestría en el diseño y desarrollo de sus personajes y la gran dimensión que esto les confiere. 

Su uso metafórico de las posibilidades extraordinarias de un medio como la animación, que en más de una ocasión explota para descubrir la sustancia de la que están hechos los elementos de la historia, es la alquimia de la imagen que coloca a esta aparentemente inocua pieza audiovisual a parte: hay capas y capas de lectura. 

Su introducción: BoJack al centro del plano, enmarcado en un mundo que cambia tras de sí, aparentemente sin ningún tipo de input volitivo de su parte. De la cama, a la cocina, al set, a la fiesta, a la piscina. 

Las cosas le pasan. La excusa de la víctima. 

Su animación durante la intro es casi autómata, parpadea y bebe de una taza de café. El mundo al rededor le viene igual–amigos, colegas, familia–, BoJack no interactúa con nadie. Está absolutamente solo en su mansión en las alturas. 

No hay salvación más que la caída. Sólo ahí reacciona.

Cae a la piscina, centro simbólico de la fiesta, de la piel y los excesos. E incluso ahí, BoJack está solo, flotando (o hundido). 

Sólo le molesta la luz aún con sus anteojos oscuros (como si no quisiera ver). 

El ángulo cada vez más alto de la imagen confirma su aislamiento, al tiempo que el tema inicial se detiene en seco y un saxofón solitario repite un motivo obstinado. 

Al final, el sax explota: un caballo desesperado que relincha.   




 

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