Didáctica de contingencia

Salía del trabajo. Lo que significa que dejaba atrás no sólo el clima artificial de la sala de edición, sino también su luz azul blanquecina de hospital. Por contraste, naturalmente, el carácter de la luz que encontré en el exterior fue nada menos que asombroso. Era la primera vez que noté, realmente, lo que llaman The Golden Hour

Ocurrió cerca del atardecer, por esa época al rededor de las 5 de la tarde, a mediados del otoño. La atmósfera era clara, fría, y la luz rosada violeta. Jamás en mi vida vi esa cualidad del color en el aire. No en mi país, al menos. 

Subí al autobús número 6, una corrida express hacía Hyde Park, donde vivía por el momento. Luego de un breve circuito a través del Loop, el autobús tomaba Lake Shore Drive rumbo al sur, por la costa del lago. El color del cielo se destacaba contra el color del agua, siempre impreciso–a veces azul, otras verde, incluso gris. 

Al llegar a casa lancé mis cosas a un lado y tomé mi cámara. Bajé de nuevo a la calle y me dirigí hacia Promontory Point, una península artificial que ofrece una maravillosa vista del centro de la ciudad.  

Sacié mi hambre de captura mientras la hora dorada me duró. El cielo se apagaba, y creí oportuno continuar filmando hasta que cayera la noche. Ver cómo el cielo se oscurecía y la ciudad se iluminaba. 

Conseguí el mayor ángulo posible para dirigir la lente rumbo al centro de Chicago–ciudad del viento–, montándome en los rompeolas del promontorio. 

El aire meció el lago, y el movimiento me cautivó. Apunté la cámara hacia el agua, continué grabando. Pronto tuve la sensación de que estaba perdiéndome de algo. Dejé de poner atención a la pantalla, la cámara siguió rodando. Y decidí disfrutar la vista con mis propios ojos. Cuando el aire se volvió una presencia imposible de ignorar, y la temperatura se desplomó, volví a la cámara: por la pantalla vi formarse una ola. 

Demasiado tarde. 

La cámara y yo quedamos empapados. El frío calaba. Lo antes posible desmonté el tripié y me puse en camino hacia mi departamento. 

Al llegar, la cámara estaba cubierta con pequeños cristales de hielo, mis guantes tiesos por el frío. Me desvestí, y me di un baño para recuperar el calor. 

"Parece que de pronto entendiste el significado de la existencia", dijo Rodolfo, luego de ver, según recuerdo, innumerables veces los 10 segundos de metraje donde repito una frase con creciente y contundente resignación: ¡Oh, no!

Para llegar a términos conmigo mismo, para aprender a abandonarme a la vida y saber que nada está realmente "bajo control", hoy, ese video, además de chiste, es toda una lección. 

La ola llegará, sino es que ya llegó. 


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